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CUANDO EL CLIMA INFLUYE SOBRE EL ALMA
“Habiendo pasado tantos hombres por tu cuerpo sólo recordabas a uno”

Saliste a caminar angustiada.
Pretendías despejarte, olvidar, huir de las garras del clima que no ayudaba a mitigar el dolor. A cualquier lado donde miraras la cercanía agobiante de los edificios, las nubes bajas y la monotonía de la gente con frío te hacían añorar las caricias que en el pasado desdeñaste.
Necesitabas cariño sincero que contuviera los demonios, pero… ¿cómo confesarlo sin que ello significase testificar en tu contra?
No hallabas la fórmula para dejar atrás la mentira y mostrar la verdadera cara, esa que relegaste tras el velo de la impostura.
La confusión sujetaba fuerte tus pies atrayendo hacia el fondo de la oscuridad. Desde que ocurrió el incidente, y te adentraste en la profesión, comenzaste a sentir la falta de afecto, el abismo de la vergüenza, el silencio como acto defensivo, un abrazo que te protegiera del murmullo de la soledad.
Conociendo tu sensibilidad resulta inexplicable como ahuyentaste con discursos repelentes, en defensa de la dudosa necesidad de libertad, a todos los que se desvivían por verte feliz. Cansados de la desidia, aquellos que alguna vez hubieran matado por ser la causa de tus sonrisas te fueron abandonado, aunque orgullosa te empeñabas en afirmar lo contrario:
– Yo estoy sola porque quiero. Elijo estar sola. Necesito distancia, pensar. No toleraría a nadie al lado mío en este momento que me vigile y no me deje ser.
Pero… ¿qué es lo que querías ser en realidad? ¿Lo sabías? ¿Hacia dónde se dirigía tu Titanic? ¿Reflexionabas sobre la posibilidad del iceberg en el medio del camino?
– Estoy en una etapa especial de mi vida, de cambios, de introspección. No necesito a nadie que me marque el paso, que me esté encima todo el día. Necesito paz, pensar.
¿Paz? ¿Cómo era tu paz Morita? ¿Existió alguna vez la paz en tu vida?
Utilizabas siempre el mismo discurso que no lograbas creerlo aunque lo repitieras enfáticamente a quien quisiera escucharlo. Sin embargo cada vez eran menos los que te prestaban el oído.
Encallado en el fondo, entre algún órgano de poco uso, morías por unos mimos en la espalda en el peor momento del invierno, cuando su violencia encerraba a la ciudad entre las frazadas para protegerse de los inclementes vientos polares.
Cuando nadie podía ser testigo de tu debilidad recordabas aquellos buenos tiempos, los felices, antaño, la tierra prometida, donde un cuerpo en forma de estufa te pervertía de pereza, esa resistencia a despertarse, el letargo que respiran los enamorados en las mañanas.
Tu ánimo se contagió de la escarcha que acumulabas sobre el corazón. La cama te retenía, la fuerza de gravedad aplastaba tu libertad contra el colchón, una trinchera en tu primera guerra mundial repleta de barro, ratas, frío, pestilencia, desperdicios. No lograbas infundirte fuerzas para tomar la determinación de abandonarla: recluida buscabas resguardarte del dolor de las penas, y eran varias las que te acechaban en forma de navaja sangrante próxima a desgarrar tu piel.
Todos, hasta los más cuerdos, necesitan en algún momento salir de su cabeza para serenarse, y tus pensamientos no eran la excepción. Sin embargo el exterior y la realidad no ayudaban. Te encontrabas lejos de casa, de los afectos, la familia.
El paisaje del centro porteño era una oscura nube de polución; calles repletas de caminantes preocupados, hipnotizados, sin un rumbo aparente, tratando de adelantarse por un espacio pequeño donde la mayoría sobraba; colectivos escupiendo su bronca con humo y velocidad, pasando peligrosamente cerca de las veredas tan angostas donde apenas cabía tu alma; las bufandas y los abrigos tapando los gestos humanos; el gris de los meses de invierno cerca del río; las preocupaciones económicas del centro financiero del país.
¿Cómo salir de ese agujero negro en medio de una ciudad desalmada?
Sentías vergüenza cuando en el fuero interno admitías la verdad, reconocías tu aspecto desesperado, el presente desmintiendo al pasado. Durante toda tu vida creíste ser una acérrima defensora de unos ideales que sinceramente ya no sabías cuales eran.
Te habías extraviado entre una nebulosa de falacias. Levantabas la voz en contra del capitalismo salvaje, las costumbres de la sociedad, los formalismos y las relaciones que generaban dependencias. Esos discursos, esa altura moral de la cual te enorgullecías, la reconocías absurda cuando la tristeza te dificultaba la respiración y te mantenía cautiva entre cuatro pequeñas paredes que te aplastaban, porque eran tu último refugio y no las sentías propias. 
La causa era simple y seguías sin querer reconocerla: extrañabas a quien te había jurado amor eterno y por obra de tu consejera desconfianza jamás le creíste. No lo tomaste en serio hasta que el hechizo se rompió y hastiado de sostener un cuento de hadas movió las agujas del reloj para que dieran las doce y la princesa regresara a sus orígenes.
¿Estabas arrepentida? Seguramente. Pero… ¿de qué? Seguías enamorada. Habiendo pasado tantos hombres por tu cuerpo sólo recordabas a uno, y ese fue el único que se cansó y no tuvo el menor remordimiento por haberte hecho daño.
De improviso, sin que lo esperaras ni estuvieras preparada dijo basta, suficiente para mí, y no lo aceptaste. Perdida en un torbellino de negaciones inventase una fantasía con tal de guardar las apariencias, y esa historia ficticia te fue carcomiendo la razón.
Intentaste olvidar; todo esfuerzo fue en vano. Incluso llegaste al extremo de atentar contra tu salud, siendo incapaz de concluir lo comenzado. Fue muy tarde cuando notaste que no conseguías evitar la realidad pese a tus imposturas.
Aunque nadie lo supiera vivías día a día sin acostumbrarte a seguir viviendo. 

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