Respiraste
profundo y en un arrojo de valor saliste a su encuentro. Lo reconociste
agazapado en el sillón, relamiéndose ansioso, esperando la oportunidad de
saltar sobre el cuerpo de las fotos que había visto por Internet y reservado.
– Hola hermoso –. Dijiste a modo de
presentación con voz entrecortada, porque no se te ocurrió otra cosa más
inteligente. En realidad habías mentido, nunca te gustaron los hombres mayores.
Te repugnaban las arrugas, el olor a estancamiento, los dientes gastados, la
saliva antigua, sus pelos asomando las puntas desordenadas por todos los
orificios corporales.
Cuando
apareciste ya habían sellado el acuerdo. Todo estaba listo para la consumición.
Contra tu voluntad lo tomaste de la mano guiándolo hacia la habitación.
– Ponéte cómodo, ahora vuelvo –.Huiste
a respirar. Necesitabas recobrar las ganas y recomponer el estómago que se
revolvía en su tumba.
A
pesar de estar a una pared de por medio te parecía escucharlo, te perseguía su
viento del siglo pasado.
Fue
difícil, la peor decisión de tu vida. Una vez recuperado el ánimo, contando
varias exhalaciones al borde del ahogo, regresaste. Te esperaba con el torso
denudo y para empeorar la situación cuando se quitó el resto de la ropa te
sorprendió: ¿ a dónde iba a meter todo lo que sacó de sus pantalones?
Y
si de complicar aún más el panorama se trataba temblaste al enterarte que pagó
por un servicio completo. Te dio miedo al ver lo que portaba e imaginarlo
entrar en vías alternativas.
Intentaste
sobreponerte, fingiste entusiasmo, pretendiste comenzar algo pero no sabías por
donde. Era tanto el desagrado que la vista se hizo a un lado, dejando en su
lugar retazos de figuras nubladas.
De
proponérselo no lo hubiera podido haber hecho tan mal: para dificultar más tu
experiencia no obtuviste ninguna colaboración de sus modos. Era bruto y nada
sabía de cómo tratar a una dama. Creía que el abono le daba luz verde para
desahogar todas sus miserias.
No
tuvo que esforzarse mucho en desvestirte pero lo hizo con demasiada torpeza y cuando
por fin te quitó la ropa interior se volvió loco: tus pechos revotando sueltos
y tus labios bajos tan refinados al viento destruyeron todos sus frenos
inhibitorios. Desesperado se lanzó a tocarte y apretarte, te mordía los
pezones, pellizcaba tus senos, te raspaba con la barba.
–
¡Ay! Me lastimás –. Susurrabas.
–
Perdón, perdón –. Se disculpaba aunque no moderaba la fuerza.
–
Dejáme a mí, acostáte –. Pensaste en revertir la situación y hacer todo a tu
ritmo.
En
principio obedeció. Se puso una almohada en su nuca para elevarse y admirar tu
desempeño.
Lo
besaste, comenzaste a bajar despacio con los ojos cerrados, respirando por la
boca, reprimiendo las náuseas.
–
No, ahora no, esperá un poco –. Se quejó cuando te vio abrir el preservativo.
–
No mi amor, yo me cuido y así te cuido a vos también.
–
Nooo, esperá un poco –. Insistió, volvió a quejarse, parecía un chico.
Pero
no, no ibas a esperar ni a meterte nada suyo sin protección en tu boca.
–
Ni te vas a dar cuenta, es muy finito –. Le aseguraste.
Para
conformarlo besaste el contorno de su pene que ya expulsaba líquido, sus
testículos, más abajo, y después lo protegiste y te comiste todo lo que tenía,
pero dejabas mucho afuera, tu boca era pequeña; te entró la mitad. Era enorme.
Al darse cuenta que no ingresaba completamente comenzó a tomarte fuerte los cabellos y a empujarte. Le gustaba generar
ahogo, lo hacía sentir poderoso y no conforme con ello apretaba lastimando tu
cuello, sus manos marcaban los frágiles brazos que no alcanzaban para sostener
a un cuerpo temeroso, el poder de mando, sus propósitos. Los dedos chatos,
toscos, parecían no escucharte cuando le rogabas cortesía apenas te alcanzabas
a liberar.
– Por favor, sé más suave –. Rogabas recuperando la voz después de toser,
respirar profundo.
Lloraste
ocultando un silencio visible que el don nadie no quiso ver, no se dio por
enterado, seguía ensañado con tu cabello, en tu cabeza, en meter todo su
miembro en tu boca y no pudiste soportarlo. Con una calma sorprendente te alejaste,
proyectabas la fuga, escapar de esa cama.
– Disculpáme, no puedo, te devuelvo la plata
pero por favor andáte, disculpáme de verdad –. Te bajaste de la cama,
buscaste un rincón, te tapaste con las sábanas, lo miraste de lejos.
–
No, perdonáme, no seas así.
Dándose
cuenta de que el partido se le iba de las manos intentó consolarte rehusándose
a la resignación. Todos los recursos de defensa que exploró fueron inútiles, el
rechazo que sentías era irreversible.
***
¿A qué hora se transforman las princesas en putas? ¿Qué se esconde detrás de una sonrisa que no desea sonreír? Entre las millones de personas que diariamente transitan la Capital Federal de la Argentina existe un mercado oculto de venta de amor por un tiempo determinado. Morita, como otras tantas mujeres, cayó en la tentación y decidió probar suerte en una de las profesiones más difíciles del mundo proyectando una fecha de inicio y un objetivo final. Gran error: su vida se transformó en un círculo vicioso. ¿Cómo salir de ese agujero negro en medio de una ciudad inhumana? Sentía vergüenza cuando en su fuero interno admitía la verdad, reconocía su aspecto desesperado, el presente desmintiendo al pasado. Habiendo pasado tantos hombres por su cuerpo sólo recordaba a uno, y ese fue el único que se cansó y no tuvo el menor remordimiento por haberle hecho daño. El secreto comenzó a formar parte de su vida: aunque nadie lo supiera vivía día a día sin acostumbrarte a seguir viviendo.
Le pregunté si podía hacer un relato con su vida. Ella no
estaba muy convencida al respecto. Me contestó que varios escritores se lo
propusieron pero con todos se negó, no deseaba que le robasen su historia, su
vida, sus experiencias y manipularan su dolor con indiferencia.
Yo por suerte no soy todos, ni siquiera un escritor.
En alguno de nuestros tantos kilómetros
recorridos me aseguró:
– Yo no llevo el secreto adentro así como
tampoco lo ando vociferando por todos lados. Dios me creó así. No escapo de la
normalidad, tal vez si al entendimiento de muchos, pero tampoco me detengo por
mentes estrechas. Tampoco enfrenté a mi familia. Simplemente se los comuniqué:
soy esto. Ustedes son mi familia, no mi pareja. No tiene por qué afectarles mi
identidad sexual.
Mi novela comenzó cuando la conocí; caminé por su pueblo,
escuché su historia, compartí con su entorno familiar, viví la huelga del dos
mil once, los indignados, el comienzo de la crisis, el miedo, la incertidumbre,
los parados.
Cuando me fui no le devolví mis anotaciones mentales. Es
por eso que, aunque ella no quiso colaborar, pude escribir algunas páginas
inconclusas. Me tomó un tiempo acomodar, digerir el material, rescatar las
imágenes en el fondo de mis recuerdos. Más no me pidan, son datos privados que
no se deben revelar.
Todas ellas existieron, existen, y ya no sé donde
estarán…